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Mario Vargas Llosa, más español que la Academia



Cuando conocí personalmente a Mario Vargas Llosa, ya lo conocía íntimamente, como se conoce verdaderamente a un escritor: leyéndolo. Al final del bachillerato, me había deslumbrado, cómo no, La ciudad y los perros, pero me gustaron y me gustan más Los jefes y Los cachorros. Hay en ellos algo que no da el oficio —que es por lo que se mide y él quería ser medido— y es la intensidad, un extraño fulgor mate, un brillo escondido, que no es explícito pero suena en el lector con una música de yunque, no de campana.

 

Más que en Flaubert o Faulkner, sus referentes confesados, eso lo he entrevisto o sentido en los cuentos de Truman Capote o de James Salter. En éstos, es un relente lírico; en el primer Mario, al que siempre volvía, es un golpe de intensidad en la prosa como en el comienzo de La Regenta ("la heroica ciudad dormía la siesta"), o al final de Miau ("Pues… sí").

 

Yo debí conocer a Mario, como a García Márquez y otros grandes del Boom en las clases de Literatura Hispanoamericana que daba Ramona Violant en la Universidad Central de Barcelona y a las que iban a veces para hablar de las obras que habían escrito o tenían en el telar los novelistas que, pastoreados por Carmen Balcells, habían convertido aquella ciudad en Atenas, sin darse cuenta.

 

Una de las cosas que, aparte de sus novelas, más me gustaron de Mario es que desde el principio rechazó el criminal empeño nacionalista en convertirla en Esparta. Fue más español que la Academia. Uno de los pilares de la lucha contra el Prusés, que tanto lo indignaba.

Muchos años después de dejar Barcelona, en El País, diario que me distinguía con su animadversión Mario mostró su asombro al ver que la Barcelona en la que él vivió fuera tan ajena a la caótica y brillante de La Ciudad que fue, antes prólogo de Lo que queda de España, veinte años después de publicarse.

Pero así es la vida particular de las ciudades. Dos personas pueden pasear muchos años por calles paralelas, sin encontrarse, y hacerlo un día de la forma más banal, cotejando relatos o coincidiendo en cualquier acto social. Tal y como yo era entonces, casi mejor no haber topado con Mario, sino con Gabo, del que guardo una pésima impresión.

 

Físicamente, nos encontramos con tiempo para hablar cuando ya nos había unido en los 70, la causa de la libertad, en el "Caso Padilla". También por ese caso conocí y quise a Carlos Alberto Montaner, otro grande de los que participaron en las Jornadas liberales Iberoamericanas de Albarracín, cuna del grupo Libertad Digital, que ahora cumple 25 años. En el primero de sus medios, la revista La Ilustración Europea y americana, Mario publicó el primer artículo del nº 1, sobre la visita del Papa a Cuba. Aquel Albarracín, con Aznar en el poder, parecía el Camelot del liberalismo. Pero, tras la muerte de Antonio Herrero, y en los números siguientes de La Ilustración, rompimos con un proyecto de poder personal que de liberal, ya tenía muy poco. Cuando se lo comenté a Mario le pareció "muy higiénico".

 

Como es lógico, había apoyado fervorosamente su candidatura a la presidencia del Perú, contra sus sectarios vecinos izquierdistas de El País. También la de Aznar, por supuesto. Y en 1996, viviendo yo en Miami gracias a la hospitalidad de Álvaro Vargas Llosa en El Nuevo Heraldintenté que Mario aceptara presidir el Instituto Cervantes. Medió Montaner, al que le pareció que lo aceptaría, y así se lo dije a Carlos Aragonés, jefe de gabinete de Aznar.

 


Pero aquello desembocó en un sainete de ofrecimiento, agradecimiento y rechazo, todo televisado, que disfrutaron horrores los mismos que por odio al liberalismo, apoyaron a Fujimori. Aquella cadena de malentendidos no favoreció nuestra relación, pero daba igual, porque de inmediato se abría otra trinchera en la lucha por la libertad y allí volvíamos a encontrarnos juntos, luchando contra los tiranos. Un destino y un afecto acuñados en Albarracín y que aún tenían muchos capítulos por delante.

 

Saber que sigue vivo alguien que creías amortizado es uno de los grandes placeres que nos reserva la literatura.

Por supuesto, celebré mucho su Nobel, porque estaba con Mario en Benidorm el día en que se lo dieron a Toni Morrison, y pude constatar la amargura disimulada pero sangrante de aquel agravio a su obra por odio a sus ideas, ambas, por distintos motivos, irrenunciables. Además, La fiesta del chivo me devolvió, como lector, al mejor Vargas Llosa, que se me había perdido con Mayta y Lituma, en los Andes de Sendero Luminoso. Saber que sigue vivo, y muy vivo, alguien que creías amortizado es uno de los grandes placeres que nos reserva la literatura. Y Mario nos lo ofreció.

 

Curiosamente, lo que nos devolvió a una relación más frecuente y, en última instancia, más estrecha, fue su relación con Isabel Preysler. Desde el día en que la presentó en público, con toda la tribu iberoamericana liberal, hasta su ruptura y los sórdidos ataques contra Mario por lo personal para denostar su obra y sus ideas políticas, me convertí en guardaespaldas, como Gerardo Bongiovanni o Enrique Ghersi, de un humano demasiado humano que escribía una novela al año, considerado universalmente como divino.

 

La última vez que nos encontramos, en la capea de El Escorial, sentí que pese a la recua progre que arrastraba, había desaparecido ya cualquier diferencia, grande o pequeña, porque al fin había entendido que él llevaba a cuestas, desde hacía muchos años, el peso de la eternidad que le esperaba, ya, a la vuelta de la esquina.

En sus ojos glaucos, cuando repetía una frase cortés, lo veía avistando la última estación, la de la gloria, esa en la que su obra había salvado para la eternidad su paso por la tierra. Es la última vez que he estado con un dios. Benditos sean su nombre, su obra, su vida toda.

Texto de: Federico Jiménez  Losantos

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